Claudio Larrea, Porteños

Claudio Larrea

Porteños
Curador: José Manuel Elliot
2 de marzo al 4 de abril de 2023
Texto curatorial

Ser es ser en la ciudad

Si hay algo que sintetiza el aporte de la escuela francfurtiana es el ensamble de sociología y filosofía. De ahí la importancia del flaneur que, caminando la ciudad con el ojo atento a lo que ocurre, arma un puzzle que puede darnos claves sobre la existencia. En el caso de Claudio Larrea y su muestra “Porteños” ese ojo es la cámara de fotos: como un cazador, va apropiándose de cruces inefables entre ciudad y ciudadano, anclado en la tradición del Horacio Coppola de Buenos Aires 1936

Hay más de una toma en la que el hombre es una referencia aparentemente nimia, y por eso mismo potente, en medio de un paisaje urbano amplificado: alguien que trepa por el obelisco y parece una arañita recortada sobre la pared blanca, un cielo cargado de nubes y la torre del clásico edificio del Trust Joyero Relojero; chicos jugando a la pelota en una azotea entre cientos de edificios grises, medianeras leprosas y cables de alumbrado; una persona solitaria que se baja de su bicicleta para hablar por su teléfono celular bajo una enorme columna con un león alado; dos personas tomando sol delante del Palacio Pizzurno; un hombre convertido en un pequeño punto al pie de la subida de un garaje; hombres leyendo en un bar con piso ajedrezado, mientras el viento levanta las cortinas. ¿De qué nos hablan estas escenas sino de un desnivel de escalas? ¿De qué nos hablan sino de la asimetría entre el hombre y su entorno? Buenos Aires, una ciudad caminable, amoldada al pie humano, es el sitio donde ese hombre se siente cómodo. En las fotos de Larrea hay una exaltación secreta del individuo: es a la vez un asterisco y la terminal nerviosa por donde cruza lo significativo, lo considerable. 

Dicen que la censura aguza la imaginación. Un subproducto de esa afirmación, a partir de la prohibición del retrato directo sin consentimiento, es la riqueza que adquieren los personajes con las caras tapadas (por zapallos, por pasamontañas o por un fonógrafo en venta) o directamente de espaldas. La ventaja es la ambigüedad, lo no dicho, lo que se puede entrever, como en esas espesas cabelleras que parecen manojos de alambres electrificados. 

Hay por fin una serie de imágenes que introducen, no sin ironía, lo religioso y lo metafísico en la vida cotidiana: se inscriben en este registro una suerte de pantalla partida con una mujer tomando sol, a la derecha, mientras del otro lado caminan dos monjas totalmente tapadas con sus ropas características; el homeless musulmán tirado al lado de un cartel que pone en entredicho la educación; judíos ortodoxos cuya aparente formalidad anacrónica contrasta con un cartel que habla del tiempo y la cicatriz de la chapa municipal faltante; o, por fin, el cura concentrado en la publicidad de un aperitivo. 

Otras escenas aluden a la degradación política de un país que no mira hacia adelante: una parada de colectivos vandalizada, con una pasajera esperando; pensionados protestando; un chico esgrimiendo un cartel publicitario de una gestoría que invita a acogerse a la jubilación sin aportes; una extraña manifestación al lado de una camioneta destartalada; un premonitorio vendedor de copitos que recuerda la explosión de un hongo nuclear. Tal vez pueda inscribirse en este lote, como condensación simbólica, la fotografía de una mujer intentando moverse dentro de un colectivo lleno y con una remera que tiene un ojo en la espalda.

Juan José Sebreli y Marcelo Gioffré